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in Revista chilena de literatura
PALABRAS EN LA CEREMONIA DE ENTREGA DE LA DISTINCIÓN ACADÉMICA PROFESOR EMÉRITO A EDUARDO GODOY
Momento propicio es este para recordar aspectos que contribuyeron a lo que fue mi vida profesional: profesor de literatura. Dos son los hechos que, brevemente, quiero rememorar hoy: mi vinculación con la literatura y con la Universidad de Chile.
El primero se relaciona con un pasado que me remite a mi infancia en que oí y leí versos escritos por Gabriela Mistral y ramón de Campoamor, de labios y letra de mi madre: de su voz y, luego, escritos, en un hoy añoso cuaderno que, en aquel tiempo, se repartía en las escuelas. Versos, además, oídos y leídos en un pueblo pequeño de la cuarta región, Huentelauquén, de aquellos que podría denominarse del Chile profundo. Hoy ya no, pues la modernidad lo ha alcanzado.
El segundo, mi vinculación con la Universidad de Chile, está fechado en 1955 en que la Universidad de Chile crea el Instituto Pedagógico de Valparaíso. Ingresé a la carrera conducente a profesor de castellano. Vientos de renovación sacudieron al puerto y remecieron el ambiente. Los estudios centrados en la lengua y la literatura se convierten, desde ese momento, en el centro de mis intereses y la literatura en el norte que marcaría mi vida personal y profesional.
Luego de obtener el título de Profesor del Estado en Castellano, comienzo con mi largo transitar académico que me lleva a cultivar, preferentemente, la literatura española que impartí desde 1957, en que fui nombrado ayudante de cátedra, hasta el reciente 2015 en que me acogí a retiro, en las sedes de la Universidad de Chile en Valparaíso, La serena (de la cual fui uno de los profesores fundadores y creador, además de la carrera de Pedagogía en Castellano, 1963) y en su sede central, Santiago.
Durante mi permanencia en el Pedagógico porteño conocí a profesores ejemplares que transmitían el espíritu universitario que los impregnaba: el profesor Antonio Doddis que me enseñó cómo analizar un texto hasta extraer su último sentido; a don Juan Uribe Echeverría, de espíritu abierto, conocedor de la literatura española y chilena, un anecdotario viviente; al profesor Ricardo Benavides de quien fui su ayudante al iniciar mi carrera académica y con quien, al pasar los años, compartí cátedra en University of Utah (USA) y cuya palabra permaneció siempre en mis clases y escritos. Este último el verdadero mentor de mi carrera docente universitaria: de su generosidad, sapiencia y don de gente tengo experiencia directa.
El otro profesor que tuvo influencia en mi formación fue Cedomil Goić que me introdujo en el fascinante mundo de la crónicas hispanoamericanas desde las Crónicas de Colón pasando por Pedro de Valdivia hacia adelante.
De lo dicho hasta ahora se comprende mi profunda vinculación con la Universidad de Chile, como alumno primero y como académico después. Puedo decir, con certeza, que poseo el sello de la Universidad de Chile: la totalidad de mis estudios los realicé en Chile y en la Universidad de Chile.
Es el momento de preguntarme qué me dejaron el estudio y enseñanza de la literatura a través de la semilla que sembraron mis profesores, mis lecturas, de la diaria experiencia del lector, de la diaria conversación con mis alumnos que me enseñaron a leer.
Quienes estudiamos literatura tenemos el privilegio de entrar en contacto con seres de distintos tiempos y espacios, son seres reales -los autores- y seres ficcionales, sus creaciones. Innumerables vidas pasan ante nuestros ojos y nuestro espíritu. No hay, en esta profesión de leer, un lugar para la sequedad o la indiferencia. Aquí las palabras adquieren vida. Todos, autores y creaciones, llegan a nuestra intimidad y nos remecen. En otras palabras, nos sensibilizan.
En este entrecruce, se producen encuentros entre los creadores y sus ficciones con nosotros, sus lectores, que debemos ser capaces de comprender y de entrar en ese mundo que participa de la condición fronteriza entre lo ficticio y lo real.
¿En qué sentido empleo la palabra encuentro? En la compenetración entre lo escrito y lo leído, entre el contexto esencial que el texto contiene en sí y lo que es captado por el lector que se acerca a él. En este sentido, el texto literario o la literatura mejor dicho, alcanza una dimensión que se sitúa más allá de las palabras: la capacidad de hacernos experimentar formas vitales que son imposibles de vivir de otra manera.
Lo que acabo de decir es lo que sostiene el inmortal caballero cervantino: la única manera de leer es identificándose con lo leído.
Tengo una experiencia de lector, de muchos, de muchísimos años, y en ese lapso de tiempo he tenido, no uno, sino incontables encuentros. Básicamente he sido un lector de literatura española: esto es lo que me identifica en el medio universitario y de lo que he ido dejando constancia en libros, ensayos, conferencias, participación en congresos nacionales e internacionales. No es difícil que se produzcan encuentros en el medio en que me muevo profesionalmente que no es otro que el mundo hispánico.
Notables encuentros he tenido a lo largo de los años. Recordaré solo tres.
El primero que quiero recodar es el de Miguel de Cervantes y sus dos personajes universales, don Quijote y sancho. Con ellos ingresé a un mundo que, hasta hoy, es una de mis preocupaciones permanentes, mundo en que la locura y la lucidez son una muestra genial de la creación cervantina, y que ha dejado huellas en obras y autores de países y épocas distintas. Es un libro sin tiempo y sin espacio. El alma del hombre se despliega aquí en toda su amplitud: la búsqueda y lucha por imponer la verdad, la justicia, la belleza, el amor y la libertad se convierten en símbolo del quehacer humano. La imagen predominante de un personaje siempre derrotado físicamente, pero triunfante desde el ángulo espiritual, traspasa las fronteras del texto. Diría, en síntesis, que el Quijote, a pesar de su profunda y esencial raíz hispana es universal: Biblia de España lo llamó Unamuno, una novela para hombres libres lo calificó Vargas Llosa.
Otro encuentro que quiero recordar es el de Santa Teresa de Ávila. De su obra se desprende en sentimiento amoroso que va de Dios al prójimo y que impregna todo lo que encuentre a su lado, todo es obra de Dios afirma. Recuerdo que lo primero que leí de ella fue El libro de la vida (1562). Lo biográfico y lo didáctico espiritual se aúnan ahí para configurar un testimonio único. Su infancia, su juventud, sus comienzos en la vida religiosa, la explicación de los grados de la oración mental que se ejemplifican con la hermosísima alegoría del huerto y el riego, la explicación doctrinaria de fenómenos místicos, son algunos de los temas tratados. De él ha dicho Azorín: "es el libro más hondo, más claro, más denso, y más penetrante que existe en ninguna literatura europea". El, El libro de la vida, y ella, santa teresa, me pusieron en contacto con un mundo obsesionante. Entrar en su vida fue para mí un descubrimiento que, a lo largo de los años, me llevó a leer el resto de sus obras, a publicar una edición de Camino de Perfección, a visitar reiteradamente Ávila, Segovia, Salamanca y algunas de sus Fundaciones. Premunido de un aparataje vivencial y bibliográfico, creo haber percibido parte de su riquísimo mundo espiritual. Pareciera que el transitar por las empedradas calles de Ávila, al entrar en algunas de las casas en que ella vivió o en los conventos que creó, el visitar donde reposan sus restos su espíritu renaciera y llegara, realmente, al alma del visitante. El tercer encuentro que quiero señalar es con Miguel de Unamuno. Lo encontré en mis estudios secundarios, pero en los estudios superiores ahondé en el dramatismo vital que caracteriza su mundo. Ensayos, novelas, obras líricas y teatrales rondan en torno a la tragedia del vivir cotidiano. Libros que me marcaron (Del sentimiento trágico de la vida, La agonía del cristianismo, Vida de don Quijote y Sancho...) personajes que nacen del hombre de carne y hueso (Manuel Bueno, Augusto Pérez, Joaquín Monegro, Abel Sánchez y otros), dramas de vivir intenso (La venda ), las versiones de Cristo especificadas en el tormentoso y dramático Cristo de Santa Clara y en el sereno Cristo de Velásquez. Unamuno pertenece a la clase de creadores que no pueden pasar inadvertidos: aguzan, llevan a reflexionar. Es él uno de los que más han influido en mi concepto de vida.
Podría seguir examinando incontables encuentros literarios: el mundo medieval de Jorge Manrique; la problemática interna de Fuenteovejuna y La vida es sueño; el desgarrado mundo de Larra; los personajes galdonianos esparcidos en toda la geografía española; el intimismo y la melancolía de Antonio Machado; los personajes dramáticos de García Lorca; el mundo tremendista de Cela; el esperpento valle inclanesco; las dramáticas circunstancias vitales encontrables en la novela, la poesía y el teatro generadas por la guerra civil española; las circunstancias amorosas en Bécquer, Pedro Salinas y Ramón Sender; el drama americano en Alturas de Machu Pichu de Neruda; la novela de la revolución mexicana encarnada en Pancho Villa y Emiliano Zapata; el drama del indio en Hombre de maíz de Asturias y en Raza de Bronce de Arguedas; el ejercicio intelectual para desentrañar el desenlace de las narraciones policiales. O en nuestra literatura nacional partiendo con el roto Cámara de Durante la Reconquista de Alberto Blest Gana, pasando por el proletariado en Nicomedes Guzmán, el campesino en Mariano Latorre y Luis Durand; el habitante de las islas chilotas en Rubén Azócar; el mundo austral de Francisco Coloane; la presencia de Valparaíso en Salvador Reyes, Manuel Rojas y Enrique Lafourcade. Una geografía misteriosa, dramática y no descriptible que abarca desde norte Grande de André Sabella hasta la trágica existencia de los alacalufes en La última canoa de Osvaldo Wegman. Cómo olvidar el mundo de la ciencia ficción de Bradbury y Asimov y el aventurero de Salgori y Verne.
Como sostuve al comenzar estas palabras, solo he querido entregar mi experiencia de vida en relación con la literatura y la Universidad de Chile. He dejado de lado todo aquello que no concierne a esos dos puntos.
Agradezco profundamente la distinción que se me otorga de Profesor Emérito, pues ella me permite exhibir uno de mis máximos orgullos que se han anclado en mi corazón: la pertenencia a la Universidad de Chile hasta el instante en que se cumpla lo dicho por el lírico español: "Ella no faltará a la cita".
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Author
Eduardo Godoy
Universidad de Chile, Facultad de Filosofía y Humanidades. Santiago, Chile. 2 de noviembre de 2016. Email: egodoy@uchile.cl, Santiago, Chile